Sobre aquella imagen de Hiroshima y el terremoto en Mendoza de 1861

Creo que todos entendimos lo que el Presidente Macri quiso reflejar cuando difundió tan relevante imagen sobre los niños en Hiroshima tras la caída de la bomba atómica. Contundente. Y adhiero al concepto. «La escuela nunca debe parar».

Recorriendo imágenes también, y en vísperas de un nuevo aniversario del terremoto que destruyó Mendoza en 1861, me vienen a la mente algunas notas y sucesos locales que podrían compararse, desde aquella imagen de Hiroshima, con lo que implica el criterio sustancial de valorizar la educación por sobre todas las cosas. El oficio de historiar nos permite, aun a riesgo de ser antojadizo, poner en valor conmemoraciones y recuerdos del pasado apoyándonos en notas de la coyuntura que tienen un fuerte impacto presente. El recuerdo del terremoto del 20 de marzo de 1861 en Mendoza es un buen pretexto que nos posibilitará destacar un costado histórico de la tragedia no muy difundido: la relevancia que históricamente ha tenido la educación.

Terremoto y Educación

«Nadie sale indemne de un terremoto, aunque no haya muerto en él (…)». (Daniel Schávelzon).

Es así, Mendoza quedó desbastada. Paralizada. Sumergida en un caos. Y aunque los temblores habían castigado históricamente la región, aquella «ciudad de barro» que tenía 300 años desde la llegada del español (2 de marzo de 1561), quedó hecha una gran montaña de adobes en solo unos segundos. Había que empezar de nuevo; y si bien los terremotos eran moneda corriente en nuestra provincia, a lo largo de tres siglos, nunca se había hecho absolutamente nada concreto para evitar la tragedia.

Después del terremoto de 1861, Mendoza debió ser reconstruida en su totalidad. Para peor, la catástrofe encontró a la provincia envuelta en medio de una profunda crisis institucional que vivía el país. Eran los tiempos convulsionado de puja entre la Confederación y Buenos Aires zanjados en la Batalla Pavón durante setiembre de 1861 con el triunfo de Mitre.

El terremoto mendocino, aquel último día del verano de 1861, destruyó y devastó la capital provincial, causando la muerte de 4.247 personas y cerca de 1.000 heridos, entre una población estimada de 11.500 vecinos. Con estas cifras y daños, se lo considera al terremoto mendocino como una de las catástrofes más desastrosas de ese siglo en todo el mundo, y sin dudas la mayor hecatombe natural del país durante el siglo XIX. Mendoza fue arrasada, y a la desorientación política e institucional se sumaron incendios (que se prolongaron por casi una semana en forma ininterrumpida) epidemias, vandalismo y saqueos.

Las escuelas primero

Había que establecer prioridades y optimizar los recursos. ¿Por dónde empezar? A los diferentes proyectos sobre dónde llevar adelante el trazado del nuevo centro urbano, se sumó el latente y lógico problema político y sanitario. La antigua ciudad enclavada históricamente desde tiempos hispánicos entre el Tajamar y el Zanjón quedó enterrada para siempre.

El sector dirigencial quedó absolutamente diezmado por las muertes y renuncias, entre ellos un gran número de maestros. «Se perdió lo más culto e intelectual de la Provincia», según Agustín Alvarez, en notas de aquellos tiempos.

Las familias abandonaron la ciudad destruida en busca de lugares más seguros en el interior provincial y la desorientación fue notoria ante la catástrofe. Mientras tantos muchos huérfanos buscaban refugio en familias sustitutas.

El sistema educativo oficial no funcionó durante dos años. Es decir, durante los años 1861 y 1862, no se dictó instrucción pública oficial en casi toda la provincia. Las pocas escuelas que existían se cayeron, y las escasas que se mantuvieron en pie fueron utilizadas como circunstanciales hospedajes u hospitales de campaña. Pero nada de eso hizo que después de la lógica zozobra del primer momento, en forma espontánea, comenzaran las actividades de la mano de voluntarios en lugares seguros. Desde setiembre de 1861 hay registro de actividades educativas en plazas, casas de familias o bajo de algún árbol.

Un hecho institucional ayudó en la dura circunstancia. Mendoza había sancionado su nueva Constitución en noviembre de 1854 (es la primera de las «constituciones provinciales» del país, después de sanción de la Constitución Nacional de 1.853). Dicha constitución estableció algo novedoso sobre las autonomías municipales. En el «Capítulo Séptimo: Sobre el Poder Municipal / Administración Departamental», se ponen las escuelas primarias en dependencia directa de los municipios provinciales y establece que la administración de los fondos de la instrucción pública correrá por cuenta de cada municipalidad. La circunstancia hizo que algunas escuelas departamentales se mantuvieran abiertas al haber sido menos traumático el sismo en el interior provincial que en el centro capitalino.

Mientras tanto la administración central priorizó un plan de reordenamiento territorial provincial, para el cual el desarrollo urbano contemplaba la aprobación de la creación de múltiples escuelas en la provincia y el direccionamiento de fondos recibidos prioritariamente a la educación. Las escuelas estarían cerca de las plazas y contarían con un amplio patio como resguardo de la ciudadanía ante posibles futuros sismos, con grandes entradas y amplios sistemas de conservación de aguas. En paralelo, y superando distintos momentos políticos (muerte de Luis Molina, el gobernador que sucedió a Nazar), el nuevo gobernador Carlos González (1863 – 1865), recibió una partida de $11.500 de la Comisión Filantrópica de Buenos Aires que destinó a la construcción de 23 escuelas. También la provincia de Entre Ríos aportó $12.000, más aportes recibidos de otras provincias y de países como Chile y Perú.

Todo se sumaba al decreto del 19 de abril de 1864 que había dispuesto el surgimiento de las «Escuelas Fiscales». Por ende, las escuelas se multiplicarán, llegando a 1865 con la apertura de 34 nuevas escuelas oficiales y 6 particulares.

El Profesor Benjamín Lenoir, cuñado de Domingo Faustino Sarmiento, es nombrado por el Gobernador González al frente de dicho emprendimiento como «Inspector de las Escuelas Fiscales», llegando a contar el sistema educativo por ese año con 1.784 alumnos matriculados en las «oficiales» y 547 en las «particulares».

La importancia del tema educativo posterior al trauma del terremoto se siguió manifestando: el gobernador Nicolás Villanueva (1867 – 1870), para ejercer un mejor control y supervisión sobre los establecimientos educativos creó en 1867 el «Departamento General de Escuela»; y en 1872, su primo Arístides Villanueva, también gobernador, impulsó la «Superintendencia General de Escuelas», nombrando como primer secretario a Daniel Videla Correas.

También se constituyen las «Comisiones Escolares de Distrito», un antecedente directo de los actuales Consejos Municipales de Educación, conformados por dos miembros titulares y un suplente en cada departamento. Su amplia gama de actividades comprendía entre otras funciones, las de crear establecimientos nuevos: su edificación, ubicación y presupuestos. Además de contratar docentes, según fuera necesario en la medida que no violará cualquier norma «reñida con la moral y las buenas costumbres». Estimular la creación de bibliotecas, asesorar al gobierno provincial sobre «mentes brillantes, que merecieran ser becados, acordar premios para alumnos y ‘preceptores’». Es bueno recordar que el primer decreto de la gestión de Arístides Villanueva fue visionario: becar a Agustín Álvarez para estudiar en la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Además, dictó la Ley Orgánica de Enseñanza Primaria, que contempló la obligatoriedad para los varones entre 7 y 12 años y para las niñas entre 6 y 13 años, antes aún que la vanguardista Ley N° 1420 («Los Villanueva, una dinastía de gobernadores», en «Historias de Familias» de Jaime Correas – 1992). Además construyó un gran número de escuelas, estimuló jornadas de capacitación para docentes y mejoró ostensiblemente sus haberes. Pero lo realmente novedoso y revolucionario, fue la liberación del servicio militar para quienes desearán proseguir estudios superiores.

Un buen ejemplo

En fin, también una crisis es un buen motivo para revisar nuestra historia y encontrar ejemplos de la mano de la educación.

Por Gustavo Capone