Joaquín tiene unos 17 años pero es chiquito y delgadito. No sé por qué está en segundo año, bueno, ahora debe haber pasado a tercero. Habla rápido y entrecortado como si el cerebro le funcionara más rápido que la lengua. Y también camina con el mismo ritmo como si toda su vida transcurriera a saltitos. Siempre se las ingenia para acercarse. Para que lo mire. Como si lo necesitase para existir, como todos nosotros, pero acaso un poco más.A los pocos días de comenzar las clases Joaquín me mostró su cuaderno. Había escrito la letra de un rap. Y quería que yo la leyera. El texto era un desorden absoluto de ideas casi inconexas. Con una sintaxis sinuosa, casi pensamiento puro. Lo felicité por su escrito y se lo leí a sus compañeros intentando con mi modulación terminar de construir por él su canción.Cada dos o tres semanas Joaquín volvía a traerme su cuaderno. Sus letras hablaban siempre del dolor, el esfuerzo y la felicidad por crecer. Y yo siempre me las ingeniaba para encontrar un «verso» por el cual felicitarlo. Me contó que les ponía música y los cantaba, pero algo en su relato me hacía pensar que había mucha fantasía, mucho deseo, mucho sueño.

Joaquín es uno de los pocos alumnos que aprueba el primer trimestre y yo lo halago en público. Tiempo después me confesó que creyó que yo iba a llamar a su mamá para felicitarlo por el hijo que tenía. Me conmovió su confesión pero no atiné a llamarla. Ahora me arrepiento un poco. Bueno, no siempre estoy a la altura de los desafíos.

A su tiempo y muy de a poco, Joaquín logra aprobar la materia. Lo tengo hasta el ultimísimo día de clases ordenando y completando su carpeta. Hizo muchísimas presentaciones pero nunca podía poner las hojas en la secuencia correcta. «Joaquín, quiero que me presentes la carpeta con una introducción, un desarrollo y un desenlace». Y estuvo hasta el final (aunque ya estaba aprobado) poniendo sus trabajos en la linealidad requerida. Para los chicos que han crecido en el mundo del hipertexto tal cosa puede ser una empresa casi imposible.

El ultimísimo, ultimísimo, últimísimo día de clases, cuando yo ya había entregado las notas, Joaquín llega con su carpeta bajo el brazo y dos hojas A4 escritas en computadora y me dice que las lea y que le «preste atención al último párrafo porque ahí está Ud».

El nuevo rap se llama «Feliz de cantar aquí» y dice entre otras cosas:

«ser hoy, ser mañana, enfrente de ustedes convirtiéndome, mostrándome // haciéndome sentir feliz de cantar aquí, alegre, vivo // comenzó el año aburrido, sin ánimo, sin buenos recuerdos, // miedoso, preocupado // sin saber qué va a ocurrir // poco a poco rápido pasaba el año // hasta invierno hemos llegado // después de las vacaciones el tiempo se acelera cada vez más // gracias al rap logré soltar lo que en mí guardé // amor, desamor, experiencias, sueños…

Y entonces llega el último «párrafo»:

«otro año vendrá con nuevas cosas // soy quien se convirtió en un luchador // dejó de pedir y se liberó // como la calandria canta su dulce cantar // como un hombrecito que a la muerte va a enfrentar // y un árbol vuelve a retoñar // el amor supera a la muerte // poesías y textos que nutren tu vocabulario // para cantar palabras infinitas // aprender a crecer, vivir sin miedo, agarrar el valor de seguir el año // para festejar // para retoñar, renacer, evolucionar // cronología del año // lo que he vivido // gracias a quien me apoyó // MIL GRACIAS.

Joaquín, un alumno de la escuela «Mahatma Gandhi» (escuela dura, difícil, ríspida), ha logrado entrelazar los poemas y cuentos que leyó en clase. Y logra emocionarme.

Subrepticiamente mi vida profesional cambia una vez más y quizás ya no vuelva a habitar un aula de escuela. Joaquín sin saberlo se ha convertido en mi broche de oro. Guardaré esas hojitas A4 enrolladas con el título porque le han dado un sentido. En realidad, no he sido yo, ha sido la literatura. La vida ha sido generosa conmigo al permitirme testimoniar su maravilla.


María Julia Amadeo
Profesora en letras
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